Otra noche más, lo único que se oía a través de
las sucias paredes del piso eran los gritos de desesperación de aquella
muchacha. A él no se le oía alzar la voz, pero se podía intuir lo que estaba ocurriendo.
En más de una ocasión se había escuchado a la chica describir lo que él le
hacía, pero por su lenguaje no parecía más que una pataleta adolescente, y esta
vez parecía más de lo mismo, pero un nombre salió a la luz, ‘Carlos’, ¿quién
sería Carlos?
Un golpe fuerte te hace dar un brinco en la cama y
mirar a tu mesita de noche. Comienza a cansarte esa situación que se repite día
tras día, haciéndote preguntar si lo que ocurría allí merecería tanto la pena.
Muebles que se arrastran, como un barrido, mientras ella grita desesperada,
patalea y llora. Otro golpe, algo ha chocado arrasando lo que había a su paso.
Te levantas cogiendo lo que tan oculto tienes en el primer cajón, te vistes y
sales al descansillo. Llamas a la puerta. Silencio. Un hombre que debe rozar la
cincuentena te abre la puerta, impasible. Te mira la mano pero no reacciona, y
golpeas su cara. Sabes que tal vez te saque treinta kilos, pero no te importa.
Vuelves a golpearle, y una vez en el suelo, te das cuenta de la sangre que mancha
la pared mientras él solloza. La patada en la cara le deja sin sentido. Inmóvil.
Entras en la habitación, y ahí está ella, en pijama, asustada y llorando contra
la pared. Reconoces su cara enrojecida. No tendrá más de veinte años, y cuando
te acercas se encoje. Te pones de cuclillas mientras la miras, sin decir nada. Sabes
que no puedes dejarla ahí y le tiendes la mano que no tienes ensangrentada. La otra
te arde y sientes la adrenalina escapar por cada poro de tu piel. Se levanta y
te abraza, casi te deja sin aire. Te separas, “coge tus cosas”. Sabes que has
causado más miedo que incertidumbre, pero ella obedece. Coge una mochila, mete
algunas cosas y te acompaña a la puerta. Mira el cuerpo ensangrentado mientras
sale del piso. Regresa y coge las llaves del mueble de la entrada para después
cerrar la puerta tras de sí.
Sabes a dónde llevarla, y camináis durante un
largo rato hasta que abres la puerta de otra casa, en otro barrio. Le indicas
dónde puede dormir y regresas al salón con una cerveza en la mano. Al poco ella
aparece por la puerta, aún sigue en pijama, te pregunta si puede sentarse
contigo, y termina hecha un ovillo en el sofá… Te preguntas qué pasará por su
cabeza en ese momento, pero no habla, y sabes que se ha quedado dormida. No
entiendes cómo puedes confiar en ti si no te conoce, pero sientes su tranquilidad
al respirar.