lunes, 10 de diciembre de 2012

No deberías estar aquí


Con esta confusa sensación de no tener claro si este viaje a servido para algo vuelvo de nuevo a Sevilla. Desasosiego. Quizás salí el jueves con demasiadas expectativas, aunque tampoco sé de qué me extraño a estas alturas, el sábado se cumplió un año desde que busco a Armand. Supongo que tenía la esperanza de encontrarlo allí.

El miércoles tuvimos una reunión de clan que se alargó más de lo esperado. Tenía apalabrado un vuelo que tuve que retrasar a la noche siguiente. Aún así, no me disgustó, no lo vi como una noche perdida. Descubrí varias cosas que me sorprendieron, entre ellas, una traición. Elisabeth, quien creía aliada, resultó ocultar más cosas de las esperadas. ¿Cómo podía albergar en mi propiedad a su Sire? ¿Cómo había sido capaz de esconder allí a un ser tan repudiado e infame? No sólo me había traicionado a mi, también había traicionado a la camarilla. Había dado cobijo a un vástago manipulador que no había dudado en engañar a sus propios hijos, algo que traerá consecuencias. Cuando llegue a Sevilla, lo primero que haré será notificarle que ha de abandonar mi propiedad de inmediato. Sólo espero que su mierda no me salpique. No le debo nada y creo será mejor que siga siendo así.

Al caer la noche del jueves partí hacia Madrid. Hacía veintiséis años desde la última vez que estuve allí. Entonces desconocía que perteneciera al Sabbat, y Dante se encargó de recordármelo la noche anterior. Tenía varios asuntos mortales que cerrar, algunos negocios que necesitaban de mi presencia y a pesar de saber que tal vez me trajera algún que otro encontronazo con el primogénito, necesitaba acudir a mis citas. Además, no tenían que ver con otros vástagos y mucho menos con el Sabbat.

De la primera cena he de reconocer que quedé bastante satisfecha de los resultados. La segunda, sin embargo, faltó poco para que me pudieran mis impulsos. ¿Cómo se podía ser tan necio como para querer venderme a mi una falsificación? ¿En qué estaría pensando aquel inútil mortal? La tercera noche fue mía. Esa noche se cumplía un año desde que Armand desapareció. No sé por qué algo en mi interior me decía que estaría cerca.

En torno a las nueve de la noche recibí una llamada, era Sara, me dijo que había oído que estaba por la ciudad y que al hacer mucho tiempo que no nos veíamos tendríamos muchos asuntos de los que ponernos al día, quería que me pasase por su fiesta en una sala que tenía junto a Gran Vía. Estaba a un par de manzanas de mi ático, nada me impedía acercarme. Le pregunté si sabía algo de Armand. Silencio. Sentí con la misma intensidad la ilusión que el miedo. Me propuso que estuviera allí sobre las dos y media, y colgó el teléfono. ¡Tal vez supiera algo! Pero entonces ¿por qué tanto secretismo? ¿tendría miedo? ¿de qué?

Llegué puntual a la puerta. La entrada parecía de la un antro cualquiera. La cola llegaba casi hasta el final de la calle Mesoneros Romanos, se veía a la muchedumbre desde la Gran Vía. Prometía estar abarrotado. El portero, un vástago de casi metro noventa, no dejaba de mirarme conforme me acercaba. Contemplé durante algunos segundos aquella escena antes de dirigirme hacia la puerta. El vástago apartó a unos críos que entorpecían la entrada para que yo pasase. Sentí la mirada de todos depositada en mi. Al entrar, me encontré una escalera que bajaba. Estaba llena de mortales que a mi paso enmudecían mientras me miraban. Al fin llegué al sótano. Era una sala amplia, oscura pero llena de lámparas de luz negra. En el extremo contrario se encontraba Sara, rodeada de Ghuls que parecían ebrios. Siempre le ha encantado compartir su sangre con la comida. A mi paso se fue abriendo un pasillo. Llegué hasta ella. Siempre ha sabido que detesto el contacto, sin embargo, nunca evita darme un beso mientras me abraza. Su efusividad me enferma pero los ciento cincuenta y tres años que me saca hacen que no deba evitarlo. Me invitó a sentarme mientras me ofrecía a una humana que me avergonzaba ¿qué hacía a una mortal llevar tan poca ropa en invierno? Parecía que su único deseo era el de enseñar más carne de la que escondía aquel pequeño trapo. Aún no me había dado tiempo de sentarme cuando ya tenía una copa de cero negativo en una mano y el cuello de la humana junto a la cara. ¿Cómo podía tener tan poca clase aquel saco de huesos? Sara se sentó junto a mi. Aún no  había abierto la boca. Volví a preguntarle "¿Sabes algo de Armand?". Silencio. No me contestaba, olí su miedo. Agachó la mirada mientras me decía  "He oído que lo buscan, ¿sabes ya qué robó en Manhattan?". No me dio tiempo a contestarle. A penas llevaba unos minutos en aquel sótano cuando me volvió una sensación casi olvidada. Sabía que había llegado pero no lo veía. En mi cabeza oí "No deberías estar aquí. Vuelve a Sevilla, aquí quieren volver a cazarte. ¡Vete!". Me sentí obligada a marcharme a pesar de saber que le había encontrado. ¿Por qué me hizo marcharme sin verle? ¿Por qué me avisaba para que huyese en vez de pelear junto a mi? Al menos confirmé que sigue vivo...

Me marché de la sala buscándolo con la mirada, pero nada, no fui capaz de verlo. Sara debe saber mucho más de lo que aparenta, ¿la habrán obligado a callar? ¿Armand me estaría avisando sobre ella o hay alguien más que me estuviera siguiendo? Caminé por la Gran Vía, debía recoger algo de mi ático antes de marcharme. Hice una llamada, volvería antes de lo previsto y debía preparar el transporte. No era seguro andar por allí mucho más tiempo y menos si es cierto lo que dijo Dante sobre la caza de sangre...

martes, 4 de diciembre de 2012

Muñeca de porcelana I


Podría haber sido eterna si lo hubiese deseado. La piel tersa, blanquecina, luminosa. Los labios carmín, perfilados y carnosos. Esa figura ligera, contorneada y altiva, demostraba un poder soberbio, podría haber atemorizado al más valiente con un simple gesto. No le era necesario pronunciar palabra para obtener cuando le fuese deseado. Su semblante sereno provocaba la misma admiración que miedo, pero su larga melena rubia le aportaba la dulzura necesaria para ser amada. Los tirabuzones le daban cierta apariencia de muñeca de porcelana. Quizás hubo un día en el que lo fuera, ahora encantada, con vida propia.

Al fin pude contemplar sus ojos. Al alzar la vista el flequillo dejó de cubrírselos. Quedé atónito. Ahora era aún más hermosa. Me descubrió contemplándola y sus mejillas parecieron tomar color. Grises, tenía los ojos grises, un gris a juego con las nubes que durante todo el día nos amenazaban. Tenía enmarcado el iris con un fino borde azul marino. Me quedé prendado. A pesar de notar su incomodidad, no fui capaz de dejar de contemplarla. El nerviosismo del momento la forzó a esbozar una sonrisa. No era mi intención incomodarla, ni mucho menos. 

Llegó mi parada, era el momento de salir de aquel vagón de metro. De ella tan sólo me quedaría un recuerdo, probablemente olvidado al día siguiente, pero que en el momento de frenar me pareció que podría ser eterno.