Podría haber sido eterna si lo hubiese deseado. La piel
tersa, blanquecina, luminosa. Los labios carmín, perfilados y carnosos. Esa
figura ligera, contorneada y altiva, demostraba un poder soberbio, podría haber
atemorizado al más valiente con un simple gesto. No le era necesario pronunciar
palabra para obtener cuando le fuese deseado. Su semblante sereno provocaba la
misma admiración que miedo, pero su larga melena rubia le aportaba la dulzura
necesaria para ser amada. Los tirabuzones le daban cierta apariencia de muñeca
de porcelana. Quizás hubo un día en el que lo fuera, ahora encantada, con vida
propia.
Al fin pude contemplar sus ojos. Al alzar la vista el flequillo dejó de
cubrírselos. Quedé atónito. Ahora era aún más hermosa. Me descubrió
contemplándola y sus mejillas parecieron tomar color. Grises, tenía los ojos
grises, un gris a juego con las nubes que durante todo el día nos amenazaban.
Tenía enmarcado el iris con un fino borde azul marino. Me quedé prendado. A
pesar de notar su incomodidad, no fui capaz de dejar de contemplarla. El
nerviosismo del momento la forzó a esbozar una sonrisa. No era mi intención
incomodarla, ni mucho menos.
Llegó mi parada, era el momento de salir de aquel
vagón de metro. De ella tan sólo me quedaría un recuerdo, probablemente
olvidado al día siguiente, pero que en el momento de frenar me pareció que
podría ser eterno.