Esa era una noche especial. Podía sentir la
lluvia sobre su rostro, el aire le reboleaba el pelo, y la bravura de las olas
le invitó a quitarse la ropa para adentrarse en el mar. A lo lejos, la tormenta
se vislumbraba imponente, llegando a ver los rayos adentrándose en la línea del
horizonte. Ese horizonte inalcanzable que siempre le había perseguido. Ese
nunca parar porque siempre hay más. Algo en su interior le pedía salir, esa
ansia de libertad le hizo nadar con todas sus fuerzas mar a dentro, hasta agotarse.
Sintió su cuerpo zarandeado por las olas mientras el agua le golpeaba. Cerró
los ojos hasta que sintió la calma, perdiendo la cuenta del tiempo que pasó
esperando. Casi podría haberse dormido con el vaivén. Le gustaba el contraste
entre el aire frío y el agua caliente.
Había sentido la necesidad de limpiar su
cuerpo de esa extraña sensación de ¿culpa? ¿remordimiento? La noticia le había
obligado a hacer aquello contra lo que llevaba cuatro años luchando. Un falso
sentimiento de culpa le había hecho ir a visitarles, a decirles un último
‘adiós’. Recordó entonces la inexpresividad de Justa Venganza al darle la
noticia, y su sorpresa al descubrir que su madre, tras tanto tiempo, había
movido un dedo para hacer algo que no fuese irse de compras. Aunque probablemente
hubiese una explicación lógica para que estuviese allí. Ella, que nunca había
trabajado, y de todas las empresas del mundo, había elegido justamente esa.
Olía a gato mojado.
Al caer la noche, Pam había entrado por la
Ronda del Litoral, pero a pesar de que su destino estaba próximo a la puerta
principal, prefirió dar un rodeo. Aparcó lejos, donde no llamase la atención de
los ojos curiosos. Entrar no le resultó difícil a pesar de que el lugar había
cerrado a las dos de la tarde. Contaba con no encontrarse a ningún guardia de
seguridad. ¿Quién haría una ronda por allí en Nochebuena? Y atravesando los
cipreses al fin llegó a Santa Creu. Al otro lado del bloque de hormigón hueco
pudo ver su silueta, iluminada por el resplandor del cielo. A su abuela le
encantaba aquel ángel yacente. Tras más de doce horas de camino, al fin había
llegado al panteón
que tanto le gustaba a su abuela, y en el que pasaron tantas horas leyendo
sobre sus escalones. Se dejó caer en un rincón del mismo, apoyada sobre una de
sus columnas. El suelo aún estaba húmedo. La lluvia de los días anteriores
habían dejado el cielo limpio, y se podían ver un sinfín de estrellas, aunque a
lo lejos, más allá de la costa, se podía ver la tormenta sobre el mar.
Recordó la historia que le solía contar su
abuela. Cuando era joven se enamoró de un muchacho, y se escondían allí durante
horas, mirando el cielo y hablando del futuro, y que algún día descansarían
allí juntos para siempre. Pero el padre de su abuela le obligó a casarse con
otro hombre, mayor que ella. Su abuela trató de fugarse junto a su amado, pero
la noche que lo habían planeado, él no apareció. Su padre le dijo que el joven
había preferido coger el dinero que le ofreció antes que quedarse con ella. Por
lo que, resignada, se casó con su prometido. Años después, tras la muerte de su
padre, su madre le confesó que éste había pagado para que “le hiciesen
desaparecer”.
Decidida se incorporó y se acercó a la
puerta. La cerradura era antigua, pero el mecanismo de hierro parecía mantenerse
intacto tras más de un siglo. La abrió con cuidado. Un fuerte chirrido resonó
contra la pared de lápidas. Encendió la linterna y bajó las escaleras. Unos pocos
escalones, altos y estrechos, daban a una galería en forma de ele. Colocó la
luz de forma que rebotase en las paredes, dándole la luz suficiente para poder
encontrar las cenizas de su abuela. Una pequeña urna sobre un pedestal con su
nombre le confirmó que la había encontrado. Debajo se encontraban las de sus
padres. Se sentó en el suelo, a los pies del muro en cuyos huecos se
encontraban los restos de su familia. Tras unos instantes en silencio, suspiró.
—Hola
Tata. Al final he venido. Aunque parece que ellos han llegado antes que yo.
Esta vez no han sido los últimos —.
Sus frases eran pausadas. Tenía tantas cosas en la cabeza que no sabía ni por
dónde empezar —. Me la has liado
bien, ¿eh, Tata? Me hiciste creer que me confiabas tu más preciado bien y al
final ha resultado más una condena que un legado… Y encima, ¿para qué dejarme
las instrucciones, no? Si era mucho más interesante que lo descubriese por mi
misma… tú siempre con tus acertijos… Sólo que puede que esta vez este me mate…
Pero bueno, no he venido a echarte nada en cara… He venido a contarte qué tal
me va sin ti… Y me va mal… o bien, según cómo quieras verlo… Porque al final sí
que tenías razón, he encontrado a gente que me entiende, o al menos eso me
gusta pensar… ya sabes cómo soy… Se supone que me quieren como soy porque ellos
también llevan máscaras, también son personas… Porque también piensan
diferente. Pero no sé, no me termino de creer que sea capaz de encajar, aunque
he encontrado una nueva familia, personas con las que… “conecto”. Aunque seguro
que eso ya lo sabías… Seguro que tú sabías que eso ocurriría tarde o temprano.
Seguro que sabías que había más como yo, y probablemente más como tú. Aunque
quizá no tuviste tiempo de contármelo, o simplemente no te atreviste, o no lo
viste necesario… Pero tenías que saberlo. Seguro que por eso me alejaste de… ellos
—dijo desviando la mirada hacia los
huecos inferiores. Silencio. —.
Pero también conocí a alguien. Alguien en quien confié. Alguien que me hizo
albergar esperanza. Alguien que me traicionó y me hizo sentir necia. ¿Sabes? —Su tono se tornó brusco —. Me habría encantado presentártelo, te
habría encantado. Era todo lo que querías para mí. Me salvó, me enseñó, me
quiso… —Silencio —.
Y me abandonó. Creí que había muerto, pero no, fue peor, me engañó haciéndome
creer que murió. Pero no, no me enteré por él, me enteré por otra. Por otra que
a la primera ocasión me utilizó, y me hizo perder la esperanza de nuevo. Pero
ellos luego me demostraron que eso no era cierto. Me demostraron que aún
quedaba un poco. Porque siempre queda aunque no se vea, aunque sea pequeña. Esa
pequeña mota que siempre crece… y me vuelve a hacer sentir necia… Y después
llegó el caos, la ira, el desasosiego… y la culpa. Y la muy maldita me trajo hasta
aquí. Pero no debí venir —dijo incorporándose —. Debí quedarme allí con los míos,
porque ahora aquí no me queda nada, y allí, bueno, tengo algo pendiente, algo
que gracias a ti probablemente me lleve a… —Pam
recogió la linterna y subió la empinada escalera en silencio. Su viaje nunca
había tenido sentido, sabía que sus palabras no tendrían respuesta, y hablarle
a un tarro de cenizas no le aportaba más que lástima por sí misma. Estaba
cansada de perder el tiempo y aún le quedaba un largo viaje de regreso.