Todo comenzó el verano de 2013 haciendo planes para la Feria Medieval
de Cortega, cuando un colega me comentó que le gustaría ir a las Jornadas de
Tierra de Nadie, pero que se le había pasado la fecha. Se lo comenté a otro
colega, que resultó ser veterano, y me aseguró que me avisaría con tiempo para
poder inscribirme. Y llegado el momento me “presionó” para que no se me pasara
la fecha.
Lo cierto es que a continuación no os voy a contar cómo fueron las
jornadas, ni lo bien o mal que estuvieron organizadas. No hablaré de las más de
quinientas actividades que se realizaron, ni sobre las más de setecientas
personas que se alojaron allí. Sólo hablaré de la pequeña familia que encontré
al llegar, de los buenos momentos, de la falta de sueño y, por supuesto, de las
ganas que tengo que de volver.
El jueves, mi acompañante, Joaki, y yo llegamos a Mollina pasadas las
cinco de la tarde. Aparcar no parecía complicado si no teníamos reparos en
invadir el campo de un desconocido. Lo primero era recoger las acreditaciones,
y antes de descargar las maletas, nos pareció lógico dar un paseo por las
instalaciones del CEULAJ.
A nuestra llegada nos encontramos con unos amigos que nos explicaron la
distribución de las instalaciones, y tras echar un vistazo y localizar nuestra
tienda, nos dirigimos de nuevo al coche para recoger los avíos del campamento. Y
entonces, apareció él, el primero. Un chico alto, delgado, con el pelo
alborotado y un pantalón hippie.
A falta de poder acercar el coche hasta la tienda, buscamos un carro,
apilamos los tiestos y nos armamos de paciencia. Por el largo pasillo de tiendas hubo dos que nos llamaron la atención: la primera parecía estar prevenida contra los alienígenas, con una "extraña" tela plateada (para evitar que el interior se convirtiese en un horno); de la segunda lo que relamente me enamoró fue el colchón. Nuestro destino era la tienda
63, la penúltima. Sin sombra. Donde ya habían llegado nuestros “compañeros”, lo
cual descubrimos al ver su equipaje deshecho. Mientras montábamos la cama,
pudimos ver al chico alto peleando con un amigo hasta romper su espada de
gomaespuma. Y al acabar, Joaki decidió que el grupo de la tienda cercana sería
un buen comienzo para conocer gente. No, no nos presentamos, a pesar de cenar
juntos. Pero descubrimos que nuestra primera partida también la jugaría el
chico alto de pelo alborotado.
La primera actividad que teníamos era “Bruselas, 1711”. Ropa de época.
Nervios. A pesar de haber recibido el preludio poco antes del viaje, no lo habíamos
leído, y a Joaki ni se lo habían mandado. Pero no importó. Lo primero era
recibir varios folios con toda la información necesaria para interpretar
nuestros personajes. Estábamos en la facción francesa, y los cinco componentes
del grupo nos alejamos del resto. “¿Tú
eres Lisbeth? Yo soy Redinand d’ Bianco”. No, no sabía quién era ese
muchacho rubio de ojos azul oscuro, y como después comprendí, era lógica su
indignación, tras leerme mi preludio comprendí que llevaría al personaje de mi
amor platónico desde hacía siglo y medio, mi guardaespaldas. Y propietario del colchón de mis amores.
Comenzó el juego. En formación recorrimos el patio al son de la
marsellesa. Allí estaba el chico alto, el Pirata, primer destino, iba de
Brujah, pero la casaca pirata hacía olvidar el rol de su personaje. La noche
concurrió entre planes, liadas y arpiadas. Al finalizar, el francés, d’Bianco,
tiró la primera de todas las piedras. “¿Os
venís a tomar unas copas?”, frase a la que siguió la siguiente que se
convertiría en estandarte del fin de semana, “No hemos venido a dormir”. Y así fue como nos dieron las 6 de la
mañana en el bar Paco. Hablando entre nosotros de gazpachos y salmorejos, un
hombre se metió en la conversación, asegurándonos que a la noche siguiente nos
traería porras y pimentón. Fue la única noche que no bebí alcohol. Sin saber a
cuánto estaba el bar no estábamos dispuestos a darnos el pateo, y no era plan
de conducir en malas condiciones. La noche se pasó rápido, y en cuanto nos
echaron, volvimos a la tienda a descansar, después de más de veinte horas sin
dormir.
Despertar el viernes a tiempo para ir al vivo de Valdediós fue duro.
Muy duro. Tras la paliza del día anterior, con los preparativos y el viaje,
sumado a trasnochar, costó ponerse en pie, sobre todo sin café. A los de la
zona de acampada nos daban café, lo malo era tener que esperar hasta las 11.
Dispuestos a pasarlo bien, nos acicalamos y llegamos hasta la zona reservada
para la partida sobre la guerra civil española. Realmente no fue una sorpresa,
bueno, sí. La testosterona invadía la zona. Dos bandos, mucha gente y sólo tres
mujeres. Una monja, una enfermera y una… bueno, y yo. Los hombres quisieron
arreglar el mundo, y yo aproveché para ir en busca del café prometido, total,
nadie echaría en falta mi presencia.
Al final de la larga hilera de edificios, a la derecha, allí estaba mi
café. No era gran cosa, pero bueno, tenía cafeína, y algo que resultó mucho más
importante: era mi placebo. Me acerqué a la tienda a por la leche condensada
(sí, supuse que sería difícil encontrarla y me llevé un bote de estos pequeños),
y ya que estaba, me pasé por El Circo. Qué hombres. Qué armaduras. Qué batallas.
Tras el momento de deleite, regresé a la partida. Todo seguía más o menos
igual, no me había perdido gran cosa. Y allí estaba el quinto miembro de la familia,
Lima, otro acompañante de relíos, y huésped de la tienda anti alienígenas. Al finalizar la partida fuimos a almorzar lo
que se convertiría en costumbre, chacina.
Como la tarde la teníamos libre, aprovechamos para apuntarnos a un vivo
del que nos había hablado Lima, el Guateque de Stalin, aunque el cansancio no
nos ayudó a dar demasiado de nosotros mismos. Tras la cena, una ducha rápida y
correr hasta el siguiente vivo: La viuda de Aguasdulces. Por correo, los
narradores sólo nos habían indicado los colores de la casa (azul, plateado y
rojo), por lo que es de imaginar mi cara al descubrir que yo llevaría el rol de
la alegre viuda, coincidiendo de nuevo con el Pirata y el Francé (d’Bianco). No
sé si por el buen ambiente en general, por al compañía, por la trama o por el
personaje que me habían dado, he de reconocer que me lo pasé genial. Lástima
que el Pirata llevase a un hombre santo; el Francé al único hombre casado que
venía con su esposa; y Joaki a mi espada juramentada, sino, habría sido muy
diferente. No habría elegido al más mindundi para pasar el trago de la urgencia
de boda, sino que habría habido una confabulación real, una lucha por el poder.
Pero no importó. Lo único que me agobió un poco fue la sensación de tener la
obligación de hablar con todo el mundo, y no tener tiempo. Cuando el narrador
dijo que quedaban 15 minutos para cerrar, he de reconocer que me entraron las
prisas. Entre mis campesinos había habido revueltas, y al descubrir que eran
producto de las acciones del hombre santo, vi cielo abierto. Me alié con él
para tener controlado al pueblo; pacté con mi vecino Targaryan para evitar una
guerra; me deshice de mi hermanastro, y me casé con el pardillo más sumiso que
acudió al evento. Si hubiese tenido una hora más, probablemente me habría dado
tiempo a hacer más, y no sólo a ceñirme a mis objetivos.
Como era de esperar, al terminar la partida, volvimos al bar Paco, y
allí, esperándonos fresquitos estaban las porras y el pimentón, lo que viene a
ser un puré de gazpacho y un salmorejo con mucho ajo. “Un taxista siempre cumple su palabra”. Aquel desconocido había
cumplido, nos había dejado la cena en el bar. Noche de ron y chupitos. Muchos
chupitos. Al principio estuvimos sentados en la terraza, y el Camillero de
Valdediós, Jorge, trajo un par de chupitos para los únicos que los aceptamos,
el Francé y yo. Le esperamos para tomarlos con él, y a su regreso traía otros
dos, según él, porque los primeros eran para amenizar la espera hasta su
regreso. Al llegar la hora de chapar la terraza, nos metimos dentro, bailamos
un poco, charlamos, y sin querer me vi metida en una pequeña “trifulca” entre
amigos. Nada grave, aunque de señalar, ya que cuando, al final de la noche nos
fuimos a desayunar, una de las partes me “pidió disculpas” por lo que había
tenido que presenciar. Sí, mi asombro fue considerable, aunque el ron hizo que
fuese más liviano.
Mientras desayunábamos churros, decidimos hacer tiempo hasta que
abriesen los comercios para ir a comprar los suministros necesarios, sin
embargo, tan solo tres aguantamos el tirón, Joaki, Lima y yo. Volvimos a
CEULAJ, nos quitamos los atrezzos (sí, me pasé toda la noche con el traje de
viuda) y regresamos al pueblo a por los recados. Entre una cosa y otra nos
dieron las doce, por lo que, como en la tienda no se podía dormir por el calor,
preferimos echarnos en la piscina. El sol parecía perseguirme. No importaba
cuánto moviese la tumbona, cada vez que me dormía, me terminaba despertando el
sol en todo el cuerpo. Pero como todo, la hora de la piscina llegó a su fin, y
nos echaron a las dos, así que aprovechamos para almorzar y decidir qué
actividades realizaríamos por la tarde. El Francé vio un rol en vivo de
“pequeñas cosas abandonadas”. Mal. Deberíamos habernos metido en cualquier otra
cosa, aunque fuese jugar al parchís, o al “¡No gracias!”, juego que nos
acompañó en nuestros ratos de paz. Cuando llegamos al mostrador nos sorprendió
que aún quedasen ocho plazas, pero nos alegró ver que podríamos apuntarnos los
cinco que no teníamos plan. Error. Si sobraban plazas era por algo. La
presentación del juego fue “esto es un
rol nórdico, de emociones”, ahí es cuando deberíamos haber huido, pero ya
estábamos allí y teníamos que jugarlo. Lo primero que debíamos hacer era elegir
un objeto. Éramos 16 personas, así que “por azar”, nos encontramos los cinco
divididos en tres grupos, y el mío era el único de dos. El Francé y yo, y
nuestra historia no podía ser más triste. Nuestro dueño nos había abandonado
porque al quedar huérfano se lo habían llevado a un orfanato. Una vez montamos
nuestra historia salimos a echar un cigarro. Ese habría sido otro buen momento
para darnos a la fuga, pero no, nos quedamos. Por ahorrar cómo era el juego, al
rato yo estaba deseando auto tirarme a la basura, y la cosa en general no acabó
demasiado bien. Ya podéis imaginar a qué altura se encontraba la moral de la
mayoría de los participantes. Horas después alguien me comentó que los juegos
de rol nórdicos o gustaban mucho o dejaban muy mal sabor de boca. Me incluyo en
el segundo grupo, pero bueno, no dejaba de ser una experiencia nueva, y a eso
habíamos ido a las Jornadas.
Tras esto, teníamos tiempo para cenar e irnos al siguiente vivo. Años
20. Al ser la noche del sábado, la familia se rompió, salvo Joaki y yo, ya que
nos había inscrito en las mismas partidas, además, ya habría sido demasiada
casualidad una tercera noche juntos, así que nos arreglamos a lo Charleston y
nos dirigimos a nuestra localización. La gran sorpresa de la noche fue llegar
hasta donde se encontraba el narrador y descubrir que era el mismo chico que
había hecho de mi hermanastro la noche anterior. Y ese rencor se notaba. Era
palpable. Obviamente en tono de broma, pues todo aquello no dejaban de ser
juegos para pasarlo bien. Pero ahí estaba ese sentimiento que le daba a todo un
matiz extraño, sobre todo, porque el chaval lo sabía y prefirió no decirme nada.
La primera media hora de juego no me hallaba. No entendía qué hacía mi
personaje allí, no comprendía cómo la trama se había retorcido tanto como para
parecer una partida de Cthulhu, aunque he de reconocer que por un instante
hasta me ilusioné. Llevo tiempo queriendo jugarlo. Pero no. Nos marcaron un Resines.
El cansancio, la falta de sueño, la hora que era… confieso que llegué a
plantearme hacer un mutis por la izquierda e irme a dormir. No sabía dónde
estaría “la familia”, y no, aún no tenía el teléfono de ninguno, si total, mi
móvil llevaba más tiempo en la tienda que conmigo, al igual que mi cámara de
fotos. Pero al salir a la calle nos lo encontramos de frente, el Francé había
venido a buscarnos. Su partida había terminado pronto. Bueno, pues nada “no hemos venido a dormir”, nos armamos
de valor y tiramos para el coche, calle abajo, al bar Paco. En torno a las 4
comencé a aburrirme, no encontraba ninguna conversación interesante y me
planteé de nuevo el mutis, y entonces llegó de nuevo el Francé con su “vamos a por otra copa”. Joaki me pilló
las vueltas y huyó al coche a dormir. Fue sabio. Muy sabio. Volvimos a ver
amanecer mientras desayunábamos churros con chocolate. Pero esta vez sí nos
fuimos a dormir, cuatro horas, superamos nuestro record.
Al despertar, desayunamos unos pastelitos y nos fuimos de cabeza a la
piscina. No teníamos nada programado, no nos apuntamos a nada, pero al medio
día, tras almorzar comida caliente en un bar, nos acercamos a recepción para
apuntarnos al vivo de vampiro que narraba un colega, el mismo que me había
insistido en que no se me pasase la fecha de inscripción, llevándonos la
sorpresa de que se había cancelado. Lo cual, para ser sinceros hasta nos vino
bien, ya que así no tendríamos que retrasar tanto el regreso a Sevilla. Sin
embargo, queríamos quedarnos a la clausura, por lo que tras recoger nuestras
cosas y guardarlo todo en el coche, echamos el último rato de piscina y pasamos
el resto de la tarde jugando al “Tiro al pato”, un juego de mesa bastante
entretenido. Hubo varias despedidas, y finalmente, Joaki y yo nos dirigimos al
salón de actos. A media noche retornamos a Sevilla, muy cansados, ilusionados
con el próximo año, y con unas vistas espectaculares gracias a la “Súper luna”.
Caímos en la cama en torno a las dos de la mañana, exhaustos.
Me quedo con la sensación de, tras quince años, volver a asistir a un
“campamento de verano”, pero esta vez para los “niños perdidos de Nunca Jamás”.
Es curioso cómo cambia la percepción de las cosas, cómo cambian los hábitos. Ha
sido toda una experiencia, donde hemos podido comprobar que estas cosas no
tienen edad, llegando incluso a ver que los frikis también tienen hijos, y lo
mejor de todo, ¡que se los llevan a las jornadas! Sin duda, el próximo año
estaremos de vuelta, y a la pequeña familia seguro que la veremos pronto
gracias a los viajes personales y a la programación de futuras partidas.